Onirio No. 1

Es interesante todo esto, la cantidad de información disponible al alcance de unos clicks. Cuánta vida no se comparte por las redes sociales. Llevo casi tres horas conectado hablando con esa representación de gente, tres horas teniendo conversaciones, bromeando, peleando, amando, compartiendo. He visto de todo, ¡de todo! Emociones y complejos, alegrías y depresiones, tristezas y delirios, romances y mentiras. Todo. Internet es la puerta a las experiencias ajenas, a verlo todo, a intentar comprenderlo todo. Pero la red no se queda en eso, también es la mejor máquina del tiempo inventada hasta el momento. Tres horas se pueden condensar en un intervalo de cinco minutos. Si queremos viajar al futuro sólo tenemos que dejarnos llevar, sentarse frente a la pantalla y comenzar a teclear, teclear, teclear, abrir el link de allá, escuchar el disco que te acaban de recomendar, abrir el video que apareció en la página de inicio, mandarle un mensaje privado al amigo que no has visto, informarte de lo que ha pasado en el mundo, mirar el nuevo tráiler del próximo blockbuster. La oferta digital es interminable, no hay límites para el mundo virtual; el internet es la viva imagen de la libertad llevada hasta sus extremos más inimaginables. La música es buena compañía para todo este viaje futurista; no hay experiencia que no sea mejor con música. Suena un violín trágico por allá, lo acompañan ahora un chelo y un bandoneón. Los tres instrumentos narran una historia melancólica, un recuerdo hecho de locuras que sólo tuvieron realidad en la imaginación onírica. ¡Concéntrate! No puede ser que no puedas realizar algo tan simple como encontrar un libro. Sabía que era mala idea lo de tener tantas carpetas. Coge el teléfono, que no ves que está vibrando. Vamos, cógelo. Oh, vaya. Las cosas son tan diferentes ahora. Con un mensaje de whatsapp se acaba una relación. Es una lástima. ¿Cuándo pasó esto? ¿Cuándo todo comenzó a ser tan rápido? Quizás envejecí demasiado pronto. Las tendencias tecnológicas cada vez me sorprenden más. Yo soy de los pulidos a la antigua, no entiendo de esas cosas. Soy un loco, un anciano que no sabe utilizar lo nuevo, un demente flotando cada vez más hacia la nada y el olvido. Maldita sea. Por más que lo he intentado no he logrado recordar en dónde escondí aquel cuento. Es como si nunca lo hubiera escrito. Peor aún, ya no sé si el cuento está en alguna de todas mis carpetas o en realidad nunca pasó de ser un mero pensamiento. ¿Será que me falta organización? ¿O que no hay suficiente orden entre tanto desorden? También puede ser la falta de espacio en la computadora. Siento que cada vez me vuelvo más lento, lento, me vuelvo más lento. No me muevo a la velocidad a la que debería, estoy atrofiado, la máquina está atrofiada. Siempre lo he pensado. Por algo me pasan tantas cosas torpes. Hay un nervio que no trabaja como debería, un cable defectuoso, un área del cerebro al que no le llega suficiente corriente. También puede ser que no esté bien programado. Quizás pesqué algún virus hace tiempo y nunca me di cuenta. Por qué otra razón haría lo que hago. Eso de coger la botella de agua y caminar por el cuarto sin saber qué estoy haciendo, detenerme un minuto y mirar la nada para después dejar la botella de nuevo sobre el escritorio; repetir entonces la acción una, dos, tres veces más. Ya pensándolo bien, todo el mundo debe poseer cierto grado de estupidez, de inmadurez, de torpeza. La cosa es saber disimularlo, en eso es en lo que soy malo. Nocturne in E-flat, Opus 9, No. 2. Las vidas de todos son tan diferentes. Diferentes, todos diferentes.  Y el problema es que siempre tienes que comunicar. Comunicar, comunicar, comunicar. Todos tienen que saber quién eres, cómo eres, lo que te gusta, lo especial y único que eres. Lo peor (¿o lo mejor?) es no decir nada, porque entonces las posibilidades de malinterpretación son infinitas. No, al contrario, tienes que responder, contestar, continuar el diálogo, demostrar de qué forma te comportas en determinados momentos, cómo solucionas tus problemas, cómo reaccionas a determinados estímulos. Y ahí está, ya tienes ciencia. Puedes predecir el futuro, saber cómo se va a comportar el sujeto si se presenta tal o cual situación. Lo puedes predecir porque lo conoces. Pero sucede que también ocurre lo contrario: ignoramos la verdadera esencia del otro, porque no ser malinterpretado es imposible. Por un lado sabemos bastantes cosas sobre el sujeto, sabemos sus falsedades, sus debilidades, sus fortalezas, sus mentiras, sus verdades, pero sucede que no sabemos todo esto gracias a él, sino por nuestra lectura individual de sus acciones. Lo sabemos porque entendemos sus publicaciones dentro de todo su contexto, dentro de todo su pasado y su experiencia. Vemos la simulación, las intenciones detrás de cada publicación. Pero no vemos lo que verdaderamente quiso decir el individuo, la idea que lo orilló a tomarse la molestia de escribirle a todos sus contactos lo que piensa. Si uno lo pienso, en realidad nunca recibimos la idea como fue verdaderamente concebida en un principio. Entre escribir y pensar hay una frontera enorme. Escribir es pensar poco a poco, escoger las palabras, seleccionar los verbos, buscar adjetivos, estructurar la idea. Por otro lado, cuando se piensa el discurso con la voz silenciosa de nuestras cabezas, el mensaje es construido de otra forma completamente diferente: utilizamos el lenguaje de otra manera, porque pensamos sólo para nosotros mismos y para ese momento determinado. No estamos pensando para que alguien más pueda entender lo que pensamos, no estamos pensando para que nuestro ‘futuro yo’ nos entienda en unos años. No, sólo estamos pensando para nosotros en ese momento. Y por ello las ideas viajan de otra forma, a otra velocidad. Toman atajos, saben las rutas por donde hay que moverse para evitar el tráfico innecesario. Se realiza un tipo de elipsis predeterminada, omitimos datos que ya sabemos y damos por hecho un sinfín de cosas. Por ejemplo, yo no necesito explicarme a mí mismo porque sonrío cuando alguien menciona una piña —ese caso en particular es por el recuerdo de un buen amigo al que bautizaron con ese apodo—.  La música está por terminarse, y empezar otro disco a esta hora sólo me va a agrandar más las ojeras. Es mejor dejarlo hasta aquí, parar ahora que las voces aún no son tan fuertes, parar mientras todavía suena la música. La edición que la haga el futuro, a estas horas ya no se puede hacer nada por este texto. Acabo de recordar que no he explicado lo que es un Onirio, esta nueva idea que sólo podía nacer cuando los sueños no soñados se escapan por las yemas de los dedos. Por suerte el nombre es lo suficientemente ridículo para llamar la atención, ahora lo que sigue es dotarlo de buen significado. Espero que estas reflexiones sin formato definido se conviertan en algo que valga la pena leer. Espero también que nadie se ofenda con mis palabras —o en su defecto, que se ofendan todos—. No, relájate. El reto es aprender a controlar la ansiedad social. Supongo que a todo el mundo se le olvida como actuar de vez en cuando. Son pocos los que tienen el libreto tan memorizado. Para eso se requiere mucho entrenamiento, esforzarse al máximo para seguir la rutina al pie de la letra. Seguir el guion sin cometer ningún error, no pensar nada novedoso nunca, no cambiar jamás de ideas. Todo igual, siempre igual. Entonces el programa funciona a la perfección. Come eso aquí, paga aquello allá, compra esto, salúdalo a él, sonríele a ella, dile lo bien que se ve con su nuevo corte, no, no le preguntes si le gustan los Pixies, obviamente no le gustan; a ella no. No, el ícono triste era para la otra conversación. ¿Por qué todavía sigues aquí?